Hay cierto tipo de personas que viven siempre rodeando el precipicio. Algunas
veces se alejan con pasos certeros y pareciera que por fin dejarán de caminar al
borde. Es una mentira. Aunque el camino parece adentrarse en la tierra, siempre
habrá un momento de confusión, un requiebro de consciencia que los lleve, sin
darse cuenta, a la frontera. En un momento se encuentran a salvo y, al
siguiente, las piedras se resquebrajan y comienzan a caer al abismo, con golpes
que producen ecos que se pierden en la negrura más terrible.
Hay personas que inevitablemente llevan una ponzoña
dentro, que crece como una sombra cuando miran al sol, en los momentos en que
se creen más llenos de dicha y calma. Sin embargo, cuando cae la noche y existe
la oportunidad, nacen monstruos repugnantes que engullen los sueños que encuentran
a su paso.
Hay gente así, que vive al borde. Parece que están a
punto de salvarse pero jamás ocurre en realidad. Son la estúpida metáfora del fracaso,
la representación de la cobardía, la enfermedad, la violencia y la muerte. No
importa cuánto doblen sus pies al caminar, cuánto tiren de su frente para alejarse,
cuánto se arrastren por la tierra sangrando sus manos. No importa cuánto
intenten. Eventualmente, caerán.